miércoles, 18 de julio de 2007

C INE Y ACADEMIA

Tradicionalmente el estudio del cine, tanto histórico como teórico, se ha limitado a continuidades irreflexivas, es decir, el disponer su discurso sin más método que ubicarlo sobre un calendario. Desde los paradigmas que nos brindan las reflexiones posestructuralistas vemos que este proceder solapa, en esta aparente causalidad cronológica, la multiplicidad de acontecimientos que ocurren en el espacio de su discurso general.
Los estudiosos del cine, sobremanera sus historiadores, aún no han establecido sistemas para su trabajo. Suelen mantenerse al nivel del amateur, aquel erudito coleccionador de datos. Este proceder no resulta eficiente ni riguroso, pues buscar en el gran amontonamiento de lo ya visto y oído el texto que se asemeja por adelantado a un texto ulterior, escudriñar en la historia el juego de las anticipaciones o de los ecos (remakes y homenajes en el argot fílmico), remontar hasta los gérmenes primeros o descender hasta los últimos rastros, poner de relieve sucesivamente, a propósito de una obra su fidelidad a las tradiciones, o su parte de irreductible singularidad, hacer que suba o que baje su índice de originalidad, son entretenimientos simpáticos, pero tardíos, de historiadores de pantalón corto.
Seguramente la historia del cine se articuló dentro de ese horror ilustrado a la discontinuidad, estigma de la dispersión temporal que el historiador tenía la misión de suprimir, y que ahora, gracias a pensadores de la talla de Foucault, ha llegado a ser uno de los elementos fundamentales del análisis histórico. Esta nueva concepción nos impele a captar otras formas de regularidad y conexiones para acercarse al objeto fílmico, más allá de la evidente cronología.
Una proposición sería entonces no pretender establecer la "lista de los santos fundadores, sino poner al día la regularidad de esta práctica discursiva. Hay que buscarle especificidad al estudio académico del cine, hasta hoy más visceral que sistemático y metódico. No obstante, no hay que culpar de ceguera a los estudiosos del cine por este astigmático acercamiento al objeto fílmico. La evolución del cine ha sido lógicamente cronológica, tanto en el desarrollo de sus textos como en el de sus soportes materiales, lo que invita a analizarlo desde una óptica histórica por ser fácilmente identificable. De allí esta obsesión por buscar ese punto de origen absoluto a partir del cual todo se organiza, olvidando que existen relaciones e interdependencias cuyo dominio no puede ser ignorado, sobre todo si se pretende instaurar seriamente el estudio del cine como cátedra en nuestras Universidades.
La entrada del cine en la Universidad es un hecho relativamente reciente. Se relaciona, por un lado, con el auge de un modelo teórico multidisciplinario que a principios de los setenta afectó a todos los campos del saber, y coincide con lo que podríamos llamar "catequesis audiovisual", desde ese entonces cada vez más omnipotente y omnipresente. En esta confluencia entre teoría e historia, se plantea pensar al cine antes de su progresiva desarticulación en el imaginario humano.
Uno de los síntomas más evidentes del poder del cine, como también de su evanescencia, es la escritura que suscita. El cine es una de las prácticas artísticas que ha generado más publicaciones, hecho notable en un medio apenas centenario y con un estatuto artístico en permanente discusión. La escritura sobre cine es tan inmensa y heteróclita como el propio cine. Mora entre el juego y la investigación, el espectáculo y el laboratorio, el arte y el comercio que lo nutren desde sus comienzos.
Tempranamente surgen intelectuales y comerciantes interesados por instaurarlo como hecho cultural, para ello produjeron mucha escritura dirigida a adaptar esta novedosa práctica al discurso artístico tradicional, es comprensible entonces que no se haya tratado de elucidar su propia especificidad discursiva, ya que esto más que ayudar habría alejado al cine del deseado estatus de arte bella. El camino era asegurar la filiación del cinematógrafo a las artes nobles del siglo XIX, teatro y novela, justificando así su "artisticidad" sobre su condición de espectáculo de feria.
Con el transcurrir del siglo el cine se descubre no sólo como una práctica artística, sino como un poderoso medio de comunicación social y una exitosa industria. De ahí que buena parte de los textos publicados, por lo menos hasta los sesenta, carezcan de una metodología precisa que les otorgue condiciones de cientificidad y entren en lo que Christian Metz denominaba un pequeño universo un poco mate, un poco apartado de los grandes caminos de resonancias y del movimiento general de las ideas.
Metz alerta sobre el exilio del cine de la historia tradicional de las ideas. Con esto enuncia una particularidad del mismo, aunque por ausencia y no por presencia, pues anota como fue considerado un saber empírico ajeno a las grandes aportaciones culturales del siglo XX coetáneas a su desarrollo como el psicoanálisis, la lingüística y la filosofía. De aquí se comprende el carácter rezagado y difuso de los estudios sobre el cine hasta ese entonces.
En este entorno las posibilidades de la literatura cinematográfica son dos, opciones que por cierto aún persisten sin mayores cambios. Una es el ejercicio laudatorio del cinéfilo y la otra la labor compiladora del historiador, dos itinerarios todavía en pugna por autenticar al cine como actividad poética y documento social.
Es en los años veinte cuando la cinefilia ingresa al vocabulario fílmico de la mano de Ricciotto Canudo y Louis Delluc, desde entonces ésta se ha convertido en parada obligatoria de los estudios sobre el cine. Aquí el acercamiento al filme es efusivo y pasional, con ninguna pretensión teorizante ya que se asume inestable su condición de arte. Es un fetichismo coleccionista con una particular regresión adolescente. En algunos casos se podría hablar de una cinefilia "adulta" nutrida por la "política de los autores" de los años sesenta a través de revistas especializadas como Cahiers de Cinema, Positif, Cinema Nuovo o Screen y hoy refugiada en espacios -mezcla de rito inaugural e iniciático- de las salas de "Cine Arte" y en las videotecas o clubes de vídeo especializados. Por otro lado está la cinefilia "adolescente" contemporánea, educada en el culto al póster y a la adoración del "starsystem", apoyada en los refinados objetos pirotécnicos del cine actual.
Las condiciones cinefílicas anteriores, por encima de las diferencias de "calidad" de sus respectivos cultos (el autor demiurgo y el hacedor de éxitos de taquilla destilan parecidas efusiones líricas), suponen un proceso de reconocimiento caprichoso y una percepción confusa y huidiza del propio cine, es como si en la memoria del cine y en la debilidad del objeto íntimo coleccionado se quisiera compensar el carácter inefable de su eclipse.
La historia es el otro cuerpo más o menos compacto con el que se ha abordado el estudio del cine. Esta "historia" de la que hablamos no es el análisis de las mentalidades y las prácticas discursivas que habrían cimentado un siglo de cine, según recomendarían las pautas del modelo epistémico de Foucault, es más bien la vulgata de una suma, de una sucesión cronológica de autores, títulos y filmes, regidos por el problema del gusto, sin otros parámetros explicativos que lo que procede de la universalidad de un discurso aceptado. Como si el tiempo del cine fuera un tiempo organizado y lineal regido por un desfile "natural" de autores y películas, groseramente evolucionista en las técnicas y las formas.
La ingente labor de historiadores como Georges Sadoul, Jean Mitry o Sigfried Krackauer, no escapa de esos enfoques autárquicos y clasificadores del cine que fundamentan una concepción esencialmente litúrgica de la historia, auxiliar de un culto funerario al que parecen rendidos buena parte de los textos sobre cine.
Es a partir de los años setenta cuando los textos sobre el cine derivan a otros derroteros. Coincidiendo finalmente con su aceptación como hecho cultural, se impone progresivamente un acercamiento teórico hacia el hecho fílmico avalado por la internacionalización de los estudios y su interdisciplinariedad. No es que antes no hubiera una particular sensibilidad analítica, sino que el campo teórico era todavía un territorio correoso donde costaba distinguir el gesto subjetivo.
Una vez más, será Christian Metz quien señale esta indeterminación en el terreno de la teoría: Lo que se ha llamado más frecuentemente un teórico del cine es una especie de hombre orquesta idealmente obligado a poseer un saber enciclopédico y una formación metodológica casi universal: se da por hecho que conoce los principales films rodados en el mundo entero desde l895, así como lo esencial de sus filiaciones (y, por tanto, que es un historiador); tiene igualmente la obligación de poseer un mínimo de luces acerca de las circunstancias económicas de su producción; también se esfuerza por concretar en qué y de qué forma un film es una obra de arte (se preocupa, pues, de estética), sin quedar dispensado de considerarlo como un tipo de discurso (esta vez es semiólogo); con bastante frecuencia, se siente obligado, por añadidura, a realizar numerosos
comentarios acerca de los hechos psicológicos, psicoanalíticos, sociales, políticos, ideológicos a los que aluden los films en particular y de los que extraen su contenido propio: y ahora se requiere nada menos que una sabiduría antropológica total.
Como es sabido, será el propio Metz quien se dedicará a un no siempre razonado reparto de tareas, amparándose en otras disciplinas como la lingüística, la semiología y el psicoanálisis, hasta entonces totalmente ajenas al cine como institución y que ahora pugnan por encontrar acomodo, por cierto con bastantes problemas. Por encima del trazado discontinuo de sus apuestas teóricas, además de sus piruetas narcisistas, hay que reconocer en su obra el germen de las modernas investigaciones sobre el lenguaje del cine y el análisis de los filmes. De Metz partirá uno de los principios heurísticos, junto con los textos de Barthes, Benveniste y Genette, como es la noción de texto y la problemática de la enunciación que, aparte de desplazar el cine hacia su condición de hecho fílmico, contribuyen a definir el objeto-filme no en función de la combinatoria de sus contenidos, sino como un proceso significante abierto que es preciso analizar para comprender su verdadero sentido.
No es pertinente efectuar en este breve espacio una compilación o refutación de todas las propuestas discursivas de las últimas décadas, esto es tarea mayor. Sólo se ha consignado la evolución de los estudios sobre cine para entender cómo se opera un desplazamiento profesional, una vez agotada la pobre reserva impresionista del crítico-cinéfilo y del historicismo del sociólogo free-lance.
Fue el movimiento de búsqueda cristalizado alrededor de la idea de texto el que impulsó los estudios sobre el cine a la comunidad universitaria. Ésta se precipitó en la especulación interdisciplinaria, con el propósito de "cientifizar" este arte, que desde sus albores se presumió evanescente y de corta impronta en la memoria. Vemos así como el reconocimiento institucional del cine en los programas pedagógicos es reciente.
Hay que decir, no obstante, que el cine entra en las aulas sólo por los postigos. En un principio lo hace integrado en las todavía etéreas ciencias de la información y la comunicación, allí donde se pretende unir en sospechosa armonía el periodismo, la imagen y la publicidad. A continuación aparece disuelto en el orden del audiovisual convertido en rehén de la televisión, el vídeo y las nuevas tecnologías y disuelto en un anónimo rompecabezas visual. Finalmente, se le permite proyectarse bajo el amparo de la sociología y la arqueología historicista, o en mucho menor proporción de la teoría e historia del arte.
De modo que, tras un siglo de funcionamiento, el cine todavía carece de estabilidad e independencia en los ámbitos universitarios y su estatuto artístico sigue siendo precario para los historiadores del arte y el homo aestheticus en general, por más que en su seno hayan madurado una nómina inconmensurable de obras artísticas y haya obligado a reconsiderar el papel mismo del arte, sus funciones y su recepción.
En definitiva, el cine en la Universidad no va más allá del cabrioleo intelectual y especulativo de unos pocos enseñantes. Por lo menos en los ámbitos europeo y norteamericano, no así en el nuestro, los estudios en esta área respiran gracias a la confluencia entre la institución universitaria y el mercado editorial, enlace que le concede al cine una cierta legitimidad cultural en el campo internacional. Son estas publicaciones las que han arribado a dos territorios singulares, ambos interesados en configurar un gesto propio: el análisis fílmico y la nueva historiografía.
Estos dos ejercicios analíticos surgen con el cine moderno, sin embargo su objeto se concentra en el cine clásico, justamente aquél que durante años fue juzgado de universo irreal e ilusionista. Aunque resulte paradójico, los mayores trabajos de razonamiento y retórica no inciden mayoritariamente sobre ese edificio de sentido que el cine moderno introduce en nuestra conciencia de espectadores, sino sobre el cine clásico, no menospreciable tampoco pues es una poderosa máquina narrativa rebosante de fisuras textuales y contradicciones, con filmes desproporcionados cuya escritura era huella de múltiples universos dotados de una singular resonancia simbólica.
Existe otra coordenada por la que el cine accede a rango universitario, y ésta es de naturaleza técnica. Gracias al soporte magnético, el filme se convierte en un objeto disponible y manipulable y la historia del cine puede ser rebobinada sin necesidad de asistir al flujo continuado de una proyección fílmica, por otra parte imposible gracias a los obtusos sortilegios de la distribución comercial, sobre todo en nuestra extrema latitud. La copia en vídeo y el proyector no sólo posibilitan una visión múltiple, aunque en la mayoría de casos sea en un estado infame y en condiciones de proyección disparatadas, sino que a la vez potencian la disección del detalle, condiciones necesarias para que el analista singularice su trabajo como un proceso textual abierto y heterogéneo.
Jacques Aumont y Michel Marie señalan que analizar un filme es algo que todo espectador, por poco crítico que sea, por muy distante que se sienta del objeto, puede practicar en cualquier momento determinante de su visión. La mirada que se proyecta sobre un filme se convierte en analítica desde el momento en que, como indica la etimología, uno decide disociar ciertos elementos de la película para interesarse especialmente por aquel momento determinado, por esa imagen o parte de la imagen, por esta situación. Definido de este modo, mínimo por lo exacto, en el que la atención nos conduce al detalle, el análisis es una actitud común al crítico, al cineasta y a todo espectador un poco consciente.
Desde su posición universitaria, el analista pretende distanciarse tanto del sentido común que acompaña el juicio del espectador medio, como de las prédicas del comentario crítico, para así comprender ciertos aspectos del funcionamiento significante del filme disimulados detrás de su aparente linealidad.
La idea que subyace en el análisis fílmico es que un texto nunca puede nombrar la totalidad de su sentido y es la interpretación la que tiene el deber de revelar la parte silenciada. Como señala Umberto Eco a propósito de los textos narrativos, también pertinente al terreno fílmico:
El texto está plagado de espacios en blanco, de intersticios que hay que rellenar; quien lo emitió preveía que se los rellenaría y los dejó en blanco por dos razones. Ante todo porque un texto es un mecanismo perezoso (o económico) que vive de la plusvalía de sentido que el destinatario introduce en él (...) En segundo lugar, porque a medida que pasa de la función didáctica a la estética, un texto quiere dejar al lector la iniciativa in-terpretativa, aunque normalmente desea ser interpretado con un margen suficiente de univocidad. Un texto quiere que alguien le ayude a funcionar.
Interrogarse sobre estas ausencias o espacios en blanco, rellenar los huecos que vienen a traducir el "inconsciente" del film, actualizar un texto clásico al que se le reconoce un valor simbólico, parece una labor común del deseo del analista y de la demanda de los estudiantes. En último extremo instituye una "conversación" entre enseñante y alumno que, simbólicamente, engarza todo el protocolo de la enseñanza como una puesta en escena o un modelo de creación ficcional.
Hay que decir, no obstante, que este proceso de descuartizamiento de la película no está libre de excesos. No es solamente la petulancia de ciertos analistas que re-crean el filme interviniéndolo como si estuviera en una mesa de montaje y recortándolo o engordándolo a su antojo cual palimpsesto interminable. Discutible es también el cortejo de referencias que el analista invoca con la autoridad del habla. Demasiado a menudo los empréstitos disciplinarios de su elocutio narrativa se convierten en una serie de modelos heurísticos multiuso que perforan las películas para desembocar en ejercicios virtuosos lejanos a la obra original. Sin olvidar el abuso que se hace de las supuestas intenciones del autor al punto de convertir determinados filmes en síntomas de personalidades esquizoides (herencia de una transversal apropiación del psicoanálisis de obediencia lacaniana) cuando no en verdaderos protocolos psiquiátricos. Por fortuna cada vez son más los teóricos conscientes del esquema restringido de los análisis, bien sean semiológicos, narratológicos o psicoanalíticos, en función de los cuales toda comunicación se reduce a un fenómeno puramente textual.
La búsqueda del sentido, verdadero activo del análisis textual, plantea en última instancia la concreción del uso que el espectador hace del objeto-film, pero a condición de que no se considere a éste como una simple máquina receptora de códigos y la película como un objeto de lujo cuyo dispositivo enunciativo sólo se revela a quien, con las herramientas adecuadas del análisis, sepa descubrirlo. Paralelo a su condición de texto, el filme produce emociones y la teoría, liberada de su orientación pontificia, no puede ignorar cuestiones centrales como las cargas emotivas sobre las que los individuos viven, sienten y piensan como espectadores.
Es la nueva historiografía del hecho fílmico la que palia tanto la construcción ontológica de la teoría, tan poco atenta al acto receptivo, como las notorias insuficiencias de la historia tradicional y generalista. Suele trabajarse en el seno universitario y su origen es fundamentalmente anglosajón. La historiografía plantea una anatomía del hecho fílmico como práctica social, económica y simbólica, desplegada hacia los orígenes no como un simple e ingenuo rebobinado histórico del espectáculo cinematográfico, sino como una relectura de ciertas parcelas del cine, inaugurando así nuevos marcos de referencia para su estudio.
Es una historia de las formas y las mentalidades en la que los procesos económicos aparecen perfectamente imbricados con los procesos culturales, nutriéndose de panoramas retrospectivos muy amplios, donde no se descarta la interpretación de las películas, pero subordinado a un riguroso examen de temas, factores de producción, normas estilísticas y condiciones institucionales para la subjetividad histórica de estos textos. En definitiva, se trata de una historia de las mentalidades que el cine ha puesto en juego a lo largo de un siglo de existencia. No un ejercicio nostálgico de su historia, sino el estudio de un fluido interior, de un gran metarrelato cultural cuyas sombras se alargan hasta hoy.
Con este pequeño ejercicio llegamos a una solución, aunque descrita en otros términos, aneja a la descripción arqueológica acuñada por Foucault. El deseo de abordar prácticas discursivas como el cine, no de una manera salvaje e ingenua, es coincidente. La necesidad de buscarle especificidad y regularidad a la práctica discursiva de la historia del cine, hasta hoy poco sistemática y ametódica, es hoy evidente en nuestros círculos académicos, aunque haya que confesar que la práctica tradicional "cinéfila" resulta encantadora por lúdica y emotiva, pero comprobadamente escasa en aportes al desarrollo de sentido de nuestra disciplina o campo discursivo.

Andrea Hoare Madrid
Chilena, Magister (c) en Teoría e Historia del Arte. Univeridad de Chile. Programa de Investigación y Docencia en Crítica de Artes.
Actualmente reside y trabaja en Venezuela.

1 comentario:

Andrea Hoare Madrid dijo...

¡Guau! Qué texto tan denso, ¿verdad? Pero ciertamente está poblado de buenas intenciones. Ya han pasado varios años desde que lo escribí, y ahora que lo veo le hace falta una traducción a este mundo más simple de hoy... Gracias por considerar este ejercicio valioso.

Andrea (landreita@gmail.com)